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EL GLOBO ROJO

 Érase una vez un niño al que regalaron un precioso globo rojo que flotaba alegremente atado a un fino cordel. En el otro extremo hicieron un lazo para que el niño pudiera meter el dedo y así, llevarlo siempre sin riesgo de que saliera volando. El niño estaba encantado con su globo y le parecía el más bonito del mundo. Lo llevaba consigo a todos lados, salvo al colegio, porque le obligaban a dejarlo en el pasillo y le daba miedo que se perdiera. Así es que, cada día al terminar el colegio, el niño salía corriendo hacia su casa para ver a su globo rojo, que le esperaba pacientemente pegado al techo de la habitación. Todos los días salían a la calle a jugar con los amigos. No era fácil tirar la peonza o subirse a los árboles con el globo atado a un dedo y, cuando jugaban al escondite, siempre le descubrían el primero porque se veía al globo flotando sobre su cabeza.  Por las noches, se bañaban juntos después de cenar y, antes de acostarse, el niño le contaba historias de lugares lejanos
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EL PEQUEÑO ARBOLITO

 Érase una vez un pequeño arbolito que vivía en medio de un gran bosque. Era un árbol feliz que disfrutaba de todo cuanto había a su alrededor. Le encantaba escuchar el canto de los pájaros y sentir las cosquillas que los pequeños insectos le hacían con las patitas cuando subían y bajaban por su corteza. Le gustaba el calor que le daba el sol, el frescor que producía la lluvia, y cantar mientras dejaba mecer sus ramas por la fuerza del viento. Cada mañana temprano retumbaban las voces de los árboles más viejos, que despertaban al bosque dándole los buenos días, y él siempre respondía ilusionado “¡Buenos días!”. Por las noches, contaban historias maravillosas que él escuchaba con fascinación hasta quedarse dormido.   El pequeño arbolito era muy amable con todas las plantas y los animales del bosque. Tenía muchos amigos y se pasaba el día jugando y charlando con ellos. En definitiva: era un arbolito feliz.   Pasaron unos pocos años y el arbolito siguió creciendo, pero por alguna razón, t

LA NUBE QUE TENÍA MIEDO A LLOVER

 Érase una vez  una nubecilla que nunca había hecho lluvia. No se atrevía porque pensaba que si se vaciaba de toda su agua, desaparecería para siempre. Le gustaba ir de aquí para allá acompañando a distintos grupos de nubes, así es que tenía amigas por todo el mundo. Tan pronto veía nubes les preguntaba hacia dónde se dirigían: "vamos a echar lluvia a la selva", "vamos a echar nieve al Polo Norte", "vamos a coger agua al océano". Cualquier plan le parecía estupendo. Disfrutaba mucho de las tormentas, cuando todas las nubes se ponían a hacer ruido y luces, y echaban montones de agua sobre la tierra. Alguna vez, incluso se había atrevido a soltar un par de gotitas de agua, pero rápidamente se cerraba de nuevo por miedo a que se le escaparan todas. Cuando iban muy hacia el norte o muy hacia el sur, la nubecilla lo pasaba peor porque las gotitas de agua que llevaba dentro se convertían en copos de nieve, que son más grandes y ocupan más espacio, así es que se

EL VIAJE EN TREN

  Un día, en un tren que cubría el trayecto entre Madrid y Gandía, coincidieron dos personas de lo más dispares en el mismo vagón.  El primero, un señor con la cara seria y el traje gris que realizaba cada movimiento como si le supusiera un gran esfuerzo. Le llamaremos el señor gris. El segundo, otro señor, calvo y con un fino bigote blanco que no ocultaba su enorme y sincera sonrisa. Le llamaremos el señor del bigote. El vagón era pequeño y no entraron más viajeros. Nada más llegar, el señor del bigote hizo una exclamación de asombro al ver el vagón. ¡Vaya, qué vagón tan estupendo! El señor gris, que ya estaba sentado en su butaca y con su equipaje correctamente ubicado desde hacía varios minutos, permaneció en silencio y miró alrededor intentando encontrar aquello que se podía calificar de estupendo dentro del vagón. El señor del bigote saludó cortésmente al señor gris y se dispuso a colocar su maleta en el espacio destinado para ella. Tras ello, comprobó la numeración de su asiento

EL CONCURSO DE PASTELES

Había una vez un pueblo aislado en lo alto de una montaña, que desde hacía muchos años era conocido en toda la comarca como el pueblo más aburrido del mundo. Sus habitantes apenas salían a la calle y cuando lo hacían, mostraban siempre un semblante tan serio que a cualquiera se le quitaban las ganas de hablar con ellos. El único sonido que se oía en el pueblo era el mugido de alguna vaca o el rebuzno de algún burro, pero incluso ellos parecían vivir intimidados por la seriedad de sus dueños y enseguida se callaban. Los pocos niños que había en el pueblo, al salir de la escuela, se sentaban en las puertas de sus casas, tristes y aburridos, con el único entretenimiento de jugar con algún insecto o alguna lagartija que pasara por ahí, pero sin armar mucho alboroto para no enfadar a los mayores. Sin embargo, todo cambiaba cuando estaban en el colegio. En una única clase en la que se juntaban niños y niñas de entre cinco y quince años, la profesora les contaba historias apasio

EL GATO Y LA LUNA

En un pequeño pueblo de blancas casas y verdes campos, vivía un gato callejero que era conocido en todo el pueblo por tener una extraña afición: cada noche se subía a los tejados más altos para hablar con la Luna. Los vecinos del pueblo le tenían poca simpatía porque se pasaba las noches maullando y no les dejaba dormir. En alguna ocasión, había tenido que salir huyendo del ataque de algún vecino desvelado que, al grito de "¡Cállate de una vez, maldito gato!" le arrojaba lo primero que encontraba a mano.  Ningún otro animal era capaz de escuchar a la luna, así es que todos pensaban que el gato estaba loco de atar.  No ayudaba a causar buena impresión cuando el gato se revolcaba de la risa por alguna ocurrencia de la luna, que resultaba ser la mar de divertida, sobre todo cuando estaba llena. Tampoco le veían con buenos ojos cuando jugaban a las adivinanzas y se le oía decir palabras al azar: "una casa", "un piano", "el viento"; o cuando

CUERPOS CELESTES

Érase una vez un planeta y un satélite que se querían mucho y viajaban juntos por la galaxia. Pero había algo que les hacía distintos y especiales porque, extrañamente, era el planeta el orbitaba alrededor del satélite.  Cierto es que los planetas, satélites y cometas con los que se cruzaban de vez en cuando, se quedaban sorprendidos al ver un planeta dando vueltas alrededor de su satélite, pero esto les hacía sentirse aún más especiales. Pasaban el tiempo charlando, inventando juegos y contando historias. Cuando les caían pequeños meteoritos, se reían por las cosquillas, y si alguna vez les caía uno grande, se consolaban mutuamente hasta que se les pasaba el dolor.  Estuvieron mucho tiempo viajando juntos por el universo, ellos dos solos, y contemplaron los fenómenos más impresionantes, siempre uno cerca del otro y sintiendo que el amor les unía cada día un poco más. Había incluso algunas veces,  cuando sus órbitas alcanzaban el punto más próximo, que sentían como si se