En un pequeño pueblo de blancas casas y verdes campos, vivía un gato callejero que era conocido en todo el pueblo por tener una extraña afición: cada noche se subía a los tejados más altos para
hablar con la Luna.
Los vecinos del pueblo le tenían poca simpatía porque se pasaba las noches maullando y no les dejaba dormir. En alguna ocasión, había tenido que salir huyendo del ataque de algún vecino desvelado que, al grito de "¡Cállate de una vez, maldito gato!" le arrojaba lo primero que encontraba a mano.
Ningún otro animal era capaz de escuchar a la luna, así es que todos pensaban que el gato estaba loco de atar. No ayudaba a causar buena impresión cuando el gato se revolcaba de la risa por alguna ocurrencia de la luna, que resultaba ser la mar de divertida, sobre todo cuando estaba llena. Tampoco le veían con buenos ojos cuando jugaban a las adivinanzas y se le oía decir palabras al azar: "una casa", "un piano", "el viento"; o cuando se ponía a bailar las canciones que le cantaba la luna y que nadie más oía.
Los gatos le despreciaban, los perros le huían y las vacas y los caballos chismorreaban cada vez que le veían pasar. Pero todo eso le daba igual porque se consideraba el animal más afortunado del mundo. Nada evitaba que el gato siguiera maullando a la luna porque era su mejor amiga, y disfrutaba cada noche de las historias, chistes y chismorreos que se contaban.
El gato le decía que quería ser astronauta para viajar hasta ella algún día, y aunque a la luna le resultaba muy divertido pensar en un gato pilotando una nave espacial, le animaba a que persiguiera su sueño porque es la única manera de que se hagan realidad. Además, le hacía mucha ilusión que a lo mejor, algún día, su amigo fuera a visitarla.
Los gatos le despreciaban, los perros le huían y las vacas y los caballos chismorreaban cada vez que le veían pasar. Pero todo eso le daba igual porque se consideraba el animal más afortunado del mundo. Nada evitaba que el gato siguiera maullando a la luna porque era su mejor amiga, y disfrutaba cada noche de las historias, chistes y chismorreos que se contaban.
El gato le decía que quería ser astronauta para viajar hasta ella algún día, y aunque a la luna le resultaba muy divertido pensar en un gato pilotando una nave espacial, le animaba a que persiguiera su sueño porque es la única manera de que se hagan realidad. Además, le hacía mucha ilusión que a lo mejor, algún día, su amigo fuera a visitarla.
Por las mañanas,
dormitaba bajo los coches que estaban aparcados en la plaza, donde siempre
había mucha gente pasando y pequeños puestos en los que se vendía de todo. Él trataba de
colocarse cerca del puesto de las salchichas porque el dueño, un hombre
barrigón con bigote, era buena persona y siempre la lanzaba algún trozo por debajo
del coche para que se diera un festín.
Un caluroso día de
Agosto llegó a la plaza un vendedor de globos. Llevaba en la mano decenas de
ellos, de todos los colores, sujeto cada uno por una fina cuerda blanca de
algodón. Al verle, al gato se le ocurrió un plan genial para subir hasta la
luna: recogería todas las monedas que encontrara por la calle y algún día,
cuando tuviese suficientes, compraría todos los globos, los agarraría bien fuerte y dejaría que le llevasen volando hasta su amiga.
Con este plan en mente, el
gato pasó meses y meses recogiendo las monedas perdidas que encontraba por la
calle. Normalmente eran las de menor valor, las que la gente ni se molestaba en
coger del suelo, así es que tuvo que juntar muchas monedas para poder comprar los
globos.
Un año después de empezar con su plan,
cuando pensó que ya había recogido suficientes, se acercó al vendedor con un viejo monedero lleno a rebosar, sujeto en la boca y lo puso a sus pies mientras le
maullaba pidiéndole que le vendiese todos los globos. Para el vendedor, lo que
decía el gato eran sólo maullidos, pero aún así pudo entenderle porque el gato no paraba de señalar los globos con sus patas mientras con el hocico le arrimaba el
monedero.
El vendedor abrió el monedero y contó el
dinero. Aunque había muchas monedas, no era suficiente para
comprar todos los globos. Aún así, se rindió a la insistencia del gato y le vendió todos los globos porque le pareció extraordinario que un gato hubiera estado recogiendo monedas durante tanto
tiempo, y quería comprobar qué se proponía hacer con tantos globos.
Siguiendo los maullidos y los gestos del gato, el
vendedor ató los globos a la pata del gato. Había muchos, tantos que le tapaban
la visión del cielo, y eran de todos los colores imaginables. Brillaban
bajo la luz del sol como si fueran una gran estrella multicolor. El gato estaba feliz. Lamía
la mano del vendedor, agradecido por la ayuda que le prestaba.
Cuando los globos quedaron atados a la pata del gato, el vendedor dio unos pasos atrás. El gato miró hacia arriba, preparado para el despegue. Toda la plaza había enmudecido y le observaban con atención. Pero algo no iba
bien, no estaba volando. ¿Por qué no funcionaba? Se suponía que era un plan
genial. ¿Qué estaba fallando?
El vendedor de
globos, se dio cuenta de su frustración y le dijo: - "Salta. Salta lo más
alto que puedas, y los globos te harán subir hasta donde quieras".
El gato lo comprendió. Se
impulsó con sus patas traseras y saltó una y otra vez, cada vez más
alto, hasta que, ayudado por una suave y repentina brisa, los globos empezaron a elevarse.
De pronto, todos comprendieron lo que estaba pasando. Las personas que se agolpaban en la plaza le decían adiós y le deseaban suerte, los gatos saltaban por los tejados para acompañarle en esos primeros metros de su aventura, y los perros, vacas y caballos se maravillaban de la lección de valor y determinación que aquel extraño gato estaba mostrando a todo el pueblo.
Al cabo de unos minutos había subido tan alto que ya no era posible verle desde el pueblo. En su viaje se cruzó con pájaros, aviones y hasta una burbujita que viaja sobre unas nubes. Llegó hasta su amiga mucho tiempo después y ambos fueron felices para siempre.
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