Érase una vez un pequeño arbolito que vivía en medio de un gran bosque. Era un árbol feliz que disfrutaba de todo cuanto había a su alrededor. Le encantaba escuchar el canto de los pájaros y sentir las cosquillas que los pequeños insectos le hacían con las patitas cuando subían y bajaban por su corteza. Le gustaba el calor que le daba el sol, el frescor que producía la lluvia, y cantar mientras dejaba mecer sus ramas por la fuerza del viento.
Cada mañana temprano retumbaban las voces de los árboles más viejos, que despertaban al bosque dándole los buenos días, y él siempre respondía ilusionado “¡Buenos días!”. Por las noches, contaban historias maravillosas que él escuchaba con fascinación hasta quedarse dormido.
El pequeño arbolito era muy amable con todas las plantas y los animales del bosque. Tenía muchos amigos y se pasaba el día jugando y charlando con ellos. En definitiva: era un arbolito feliz.
Pasaron unos pocos años y el arbolito siguió creciendo, pero por alguna razón, tenía la sensación de que no lo hacía tan deprisa como el resto de árboles de su edad. Miraba a su alrededor y le parecía que todos los demás eran más grandes y más bonitos que él.
Sin quererlo, estas comparaciones fueron minando su confianza, hasta que llegó un momento en que apenas era capaz de pensar en otra cosa. Miraba a los árboles que estaban a su alrededor y pensaba: “Soy el peor árbol de todos. Soy el más pequeño y mis ramas apenas se elevan del suelo, tengo menos hojas, menos flores y menos frutos que el resto de los árboles. ¿Cómo me van a querer si no soy tan buen árbol como el resto?”
Aunque sus amigos intentaron convencerle de lo contrario, ese pensamiento terminó haciendo mella en su ánimo y el arbolito se volvió huraño y antipático. Cada vez que escuchaba alguna conversación lejana, temía que le estuvieran criticando o se estuvieran riendo de él; si veía que otros jugaban, pensaba con rencor que le estaban dejando de lado; y si alguien era amable con él, imaginaba que lo hacía por lástima y le respondía de forma tan antipática que el otro se ofendía y le dejaba solo.
Tanto daño le hacía pensar de esa manera, que se empezó a marchitar. El tallo se le retorció y dobló, la corteza se le reblandeció y se le fue cayendo a trozos. Las ramas se le doblaron hacia el suelo y sus hojas amarillearon y se empezaron a caer.
Ya no era capaz de disfrutar con nada de lo que antes le hacía feliz. Le molestaban el sol, la lluvia y el viento, y por la noche los sonidos de los animales le perturbaban y apenas podía dormir.
Cuanto más celoso y más enfadado, peor aspecto tenía el arbolito, y llegó un momento en que todos a su alrededor se preocuparon mucho por él.
Una noche, un cuervo se posó en una de sus ramas. “¿Estás dormido?” – le preguntó. “Te estoy hablando a ti, arbolito. ¿Estás dormido?”, insistió el cuervo mientras le picoteaba la corteza.
“No, pero no quiero hablar con nadie. Déjame en paz” – respondió el arbolito malhumorado.
“Hace una noche preciosa, ¿no te has dado cuenta?” – insistió el cuervo.
“Me da igual” – quiso zanjar el arbolito.
“¿Pero no siempre fue así, verdad?” – Inquirió el cuervo – “Seguro que antes sabías disfrutar de un cielo lleno de estrellas como éste. ¿Qué te ha pasado?”
Al arbolito le enojó que el cuervo se metiera en sus asuntos y agitó las ramas con fuerza para echarle mientras le gritaba: “Déjame en paz. Me estás molestando. No quiero verte más”. Cuando el cuervo alzó el vuelo, el arbolito se dobló y retorció de nuevo, y varias hojas se le cayeron al suelo.
Pero las preguntas del cuervo le habían hecho pensar. Por un instante recordó lo feliz que había sido antes, cuando su mente no estaba temerosa de que el resto de árboles fueran mejores que él. Entonces decidió levantar la vista hacia el cielo y comprobar si las estrellas lucían con tanta belleza como le había asegurado el cuervo. - "Efectivamente, el cuervo tenía razón" - pensó mientras admiraba aquel cielo cuajado de estrellas que titilaban como si conversaran en su código secreto.
A la mañana siguiente, un sol magnífico brillaba en medio de un cielo sin nubes. Hacía horas que los árboles más viejos habían despertado al bosque, pero hoy el arbolito tampoco había respondido. Permanecía cabizbajo y retorcido cuando el mismo cuervo de la noche anterior volvió a posarse en su rama. - "Arbolito, buenos días. ¿Estás despierto?" - "Sí, lo estoy. Déjame en paz, cuervo impertinente", respondió. - "Sólo quería asegurarme de que te habías dado cuenta de lo mucho que calienta hoy el sol". - se excusó el cuervo mientras levantaba el vuelo para volver a dejar solo al arbolito.
El arbolito volvió a renegar del cuervo, pero entonces empezó a notar el agradable calor del sol en las pocas hojas que le quedaban. Al poco tiempo lo notó también en las ramas y luego en el tronco y hasta le pareció notarlo en sus raíces. ¡Qué bien se sentía el arbolito! Hacía mucho tiempo que no tenía aquella sensación y recordó lo que le gustaban las mañanas soleadas, en las que el bosque entero se alborotaba más que de costumbre y todos parecían estar de buen humor.
El día siguiente amaneció con el cielo cubierto de nubes. Al arbolito le pareció el fondo perfecto para su estado de ánimo. Empezaba a lamentarse de su mala suerte por no poder disfrutar de otro día de sol cuando el cuervo volvió a aparecer. - "Buenos días, arbolito. Parece que hoy va a llover". - El arbolito no podía creer lo terco que era aquel cuervo y pensó que si no le respondía tal vez se iría para siempre. " - "Me encanta la lluvia"- continuó el cuervo "¡Es tan refrescante!" - y tras esta afirmación, salió volando.
El arbolito suspiró aliviado al ver alejarse al cuervo y, justo en ese momento, empezó a llover. Las primeras gotas cayeron escasas y desperdigadas, pero a los pocos segundos, el aguacero se hizo tan intenso que empezó a calarlo todo.
Las gotas de lluvia golpeaban contra las hojas y las ramas del arbolito, salpicando y escurriendo hasta llegar al tronco, bajando por él como pequeños riachuelos hasta el suelo. El olor a tierra mojada llegó al arbolito y le hizo respirar profundo y sonreír. Entonces empezó a sentir el frescor del agua en sus hojas, las caricias de las gotas corriendo por su corteza y el sabor del agua fresca que llegaba hasta sus raíces. "¡Qué refrescante!" - pensó el arbolito, sorprendido de dar, otra vez, la razón al cuervo.
El día siguiente amaneció ventoso. Las copas de los árboles se balanceaban y cantaban cuando el viento agitaba sus hojas. El arbolito vio acercarse al cuervo, que pugnaba con ahínco por mantener la trayectoria, y por primera vez en mucho tiempo, sintió algo que ya no recordaba: alegría.
Cuando el cuervo logró posarse sobre una de sus ramas, fue el arbolito el que le dio los buenos días. "Buenos días, señor cuervo". - "Buenos días, arbolito". - Respondió el cuervo mientras se atusaba las plumas con el pico. Ambos permanecieron un buen rato en silencio, escuchando el canto de los árboles mecidos por el viento. El cuervo trató de cantar como los árboles, pero su graznido era tan desafinado que al arbolito le entró la risa. "Escucha, se hace así." Le mostró el arbolito uniéndose con su canto al gran coro del bosque. Cuando el viento cesó, el cuervo se dirigió al arbolito: -"Me siento muy afortunado de haber podido compartir este momento contigo. Adiós".
Antes de que el arbolito pudiera responder, el cuervo se fue volando.
El pequeño arbolito permaneció reflexionando durante un largo rato. Recordó la noche en la que conoció al cuervo y lo bellas que le parecieron las estrellas; también la mañana de sol y lo agradable que fue sentir su calor; la lluvia que le acarició con su frescor; y lo divertido que había sido cantar con el viento... Pensó que cada día había sido especial y distinto del anterior, como muchos otros que hasta ese momento no había sabido apreciar. Entonces se hizo un propósito: cada día disfrutaría de lo que fuera que le deparara. Empezaría por dar los buenos días al bosque, igual que el resto de los árboles, y luego observaría con atención y trataría de encontrar la belleza de cada cosa que sucediera a su alrededor.
Unas semanas después, el arbolito volvía a ser el del principio de esta historia. Su tronco y sus ramas volvieron a enderezarse, su corteza se endureció y empezaron a crecerle hojas de nuevo. Volvió a jugar con los animales del bosque y a quedarse despierto hasta tarde escuchando las historias de los árboles más viejos. Nunca llegó a ser uno de los árboles más grandes del bosque, pero eso jamás le estorbó en su propósito de ser feliz.
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