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EL GLOBO ROJO

 Érase una vez un niño al que regalaron un precioso globo rojo que flotaba alegremente atado a un fino cordel. En el otro extremo hicieron un lazo para que el niño pudiera meter el dedo y así, llevarlo siempre sin riesgo de que saliera volando.

El niño estaba encantado con su globo y le parecía el más bonito del mundo. Lo llevaba consigo a todos lados, salvo al colegio, porque le obligaban a dejarlo en el pasillo y le daba miedo que se perdiera. Así es que, cada día al terminar el colegio, el niño salía corriendo hacia su casa para ver a su globo rojo, que le esperaba pacientemente pegado al techo de la habitación.

Todos los días salían a la calle a jugar con los amigos. No era fácil tirar la peonza o subirse a los árboles con el globo atado a un dedo y, cuando jugaban al escondite, siempre le descubrían el primero porque se veía al globo flotando sobre su cabeza. 

Por las noches, se bañaban juntos después de cenar y, antes de acostarse, el niño le contaba historias de lugares lejanos que le gustaría visitar. Era muy feliz junto a su globo rojo, y le gustaba pensar que el sentimiento era mutuo. 

Pero un día se preguntó si el globo, ya que podría volar a cualquier parte, no preferiría recorrer el mundo en vez de vivir atado a su dedo. Así es que tomó una decisión: le enseñaría todo lo que sabía y le leería muchos libros y, cuando estuviera preparado, le dejaría libre para que saliera volando hacia donde quisiera.

Un día le enseñó cómo funcionaban los semáforos y le dijo: “Cuando veas al señor verde, podrás cruzar. Pero cuando veas al señor rojo, no puedes cruzar porque los coches estarán pasando y te pueden atropellar”.

Otro día se lo llevó al mercado y le explicó: “Para comprar la comida, necesitas dinero. Y el dinero sólo te lo dan cuando trabajas, así es que hay que trabajar mucho para que te den dinero con el que comprar la comida”.

Y así, todos los días le enseñaba algo nuevo, y cuando no se le ocurría qué enseñarle, se iban a la biblioteca y ojeaban libros de viajes llenos de preciosas fotografías de montañas, desiertos y bosques, con animales fantásticos como águilas, camellos o babuinos. 

Así pasaron algunos meses, hasta que llegó el momento en el que el niño pensó que ya no podía enseñarle nada más y, con mucha pena, se quitó el lazo del dedo y soltó el globo, que voló y voló hasta que fue sólo un punto rojo en el cielo.

El niño lloró mucho recordando a su globo rojo. Le echaba de menos a cada instante pero al mismo tiempo se alegraba al imaginar que sería feliz recorriendo aquellos lugares extraordinarios de los que tantas veces habían hablado.

Y en verdad que lo hizo. El globo rojo visitó los lugares más maravillosos del planeta, desde el desierto del Gobi hasta las cataratas Victoria; desde los bosques de Alaska hasta la Gran Barrera de Coral.

Pero por muy lejos que se fuera, cada cierto tiempo, el globo rojo volvía a visitar al niño. Golpeaba ligeramente la ventana de su habitación hasta que éste le abría y entonces se le echaba encima para darle un gran abrazo y un montón de besos.


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