Un día, en un tren que cubría el trayecto entre Madrid y Gandía, coincidieron dos personas de lo más dispares en el mismo vagón.
El primero, un señor con la cara seria y el traje gris que realizaba cada movimiento como si le supusiera un gran esfuerzo. Le llamaremos el señor gris.
El segundo, otro señor, calvo y con un fino bigote blanco que no ocultaba su enorme y sincera sonrisa. Le llamaremos el señor del bigote.
El vagón era pequeño y no entraron más viajeros. Nada más llegar, el señor del bigote hizo una exclamación de asombro al ver el vagón. ¡Vaya, qué vagón tan estupendo!
El señor gris, que ya estaba sentado en su butaca y con su equipaje correctamente ubicado desde hacía varios minutos, permaneció en silencio y miró alrededor intentando encontrar aquello que se podía calificar de estupendo dentro del vagón.
El señor del bigote saludó cortésmente al señor gris y se dispuso a colocar su maleta en el espacio destinado para ella. Tras ello, comprobó la numeración de su asiento en el billete. - ¡Vaya, me ha tocado ventanilla. Qué suerte! - Exclamó.
"No se haga ilusiones. El paisaje no es nada del otro mundo en este trayecto". - Dijo el señor gris con la voz cargada de desdén.
El señor del bigote se sentó en su butaca sin hacer caso del comentario de su compañero de viaje. - ¡Guau, este asiento es bastante cómodo! - Exclamó mientras dejaba reposar su espalda sobre el respaldo.
"Como todos" - Respondió el señor gris, sin levantar la vista del periódico que había empezado a ojear.
El señor del bigote comenzó a escudriñar el vagón, de arriba abajo, y observó un pequeño cartel que estaba fijado en una de las paredes, tras una pequeña plancha de metacrilato.
"Vaya, si hay restaurante" - exclamó con sorpresa el señor del bigote, imaginando la buena cena que le esperaba.
"Buah, sería la primera vez que el restaurante de un tren sirviera buena comida" - respondió con desprecio el señor gris.
El señor del bigote se sintió un poco confundido por la respuesta de su compañero de vagón. No entendía cómo aquel señor podía pensar que la comida del tren sería mala si nunca la había probado.
Decidió que no tenía sentido discutir con aquel señor que sólo parecía interesado en su periódico y siguió mirando alrededor del vagón en busca de algo que llamara su atención.
"¡Una tele! Seguro que nos ponen una pelicu…" Antes de que terminase de decirlo, el señor de gris soltó el periódico y le respondió: "las películas de los trenes son todas aburridas". Acto seguido, se puso unos gordos tapones en los oídos y un negro antifaz sobre los ojos, y se echó a dormir.
El señor del bigote se quedó observándole durante unos segundos. Nunca había conocido a nadie que renunciara con tanta firmeza a todo lo que había a su alrededor.
Un pitido anunció que el tren se ponía en marcha. El señor del bigote miró por la ventanilla y sonrió al observar a la gente que se movía por la estación. Unos llegaban, otros se iban, unos se reencontraban, otros se despedían. "Adiós a todos. Buena suerte" - pensó.
Al cabo de un rato, el tren ya avanzaba a su máxima velocidad; los edificios de la ciudad fueron quedando atrás. De pronto, el señor del bigote dio un respingo en su asiento. - "¡Girasoles!". Los más grandes que había visto en su vida. Miles, millones de girasoles enormes y amarillos como soles, se encontraban mirando directamente hacia el tren. El señor del bigote nunca había visto nada igual.
Con mucho cuidado, tocó la pierna de su compañero de viaje para intentar avisarle del paisaje tan bello que se veía por la ventanilla, pero éste le dio un manotazo y siguió durmiendo.
"Vaya, qué pena. Se lo ha perdido" - pensó el señor del bigote cuando dejaron atrás el campo de girasoles.
El señor del bigote decidió entonces encender la televisión del vagón. Se puso unos auriculares en los oídos y buscó el canal donde poder escuchar la película. Cuando levantó la vista hacia la pantalla, no se pudo creer lo que veía: "Por ser éste nuestro viaje un millón, le vamos a ofrecer totalmente gratis la película que usted desee". El señor del bigote no se lo podía creer. - "¡La que yo quiera!, ¡Qué suerte!" - y eligió una película de dibujos animados que le habían dicho que era muy divertida.
Se sintió tentado de avisar al señor gris de que podía elegir la película que quisiera. Pero cuando se acercó a él, este le dijo: "No me interesa. Déjeme en paz".
Tanto rió el señor del bigote con la película que había escogido, que empezó a acudir gente de otros vagones a ver la película junto a él. A todo el que llegaba, el señor del bigote le invitaba a sentarse y a conectar los auriculares para disfrutar de la película. Para cuando terminó la película, el vagón se había llenado de gente en lo que parecía haber sido un festival de la risa.
"Creo que ha sido la película más divertida que he visto en mi vida" - pensó el señor del bigote.
Cuando la gente se disponía a volver a sus vagones, apareció el revisor. - "Buenas noches. Les comunico que, como hoy es el cumpleaños de nuestro chef, ha preparado una cena especial totalmente gratis para todos aquellos que quieran acompañarle en el vagón restaurante".
El señor del bigote se quedó alucinado. - "Esta vez tengo que despertar al señor del traje gris. No se lo puede perder" - pensó. Así es que se sentó junto a él y, con la voz más dulce de que fue capaz, empezó a susurrarle al oído: "Señor, señor. Hay una cena especial en el restaurante, y es gratis. Señor, ¿me oye?".
"Sí, le oigo. Aunque me gustaría no oírle" - Le respondió el señor gris. "Si la comida de los trenes es mala cuando hay que pagarla, imagine cómo será cuando es gratis" - y con una carcajada, apartó al señor del bigote de su lado.
El señor del bigote, sin embargo, sí acudió al vagón restaurante. Los demás comensales ya ocupaban sus asientos y el único que encontró libre estaba en una mesa que ocupaba un señor muy gordo. - "Disculpe. ¿Le importa que me siente con usted? El resto de asientos están ocupados." - "Claro que no." - respondió el señor gordo, que resultó ser una persona divertidísima.
Los camareros fueron llevando la comida a la mesa. Los platos más ricos que el señor del bigote podía imaginar iban llegando a su mesa. Entre plato y plato, el señor gordo se dedicaba a contar chistes. Al principio sólo se los contaba al señor del bigote, pero poco a poco se fue animando y para cuando llegaron los postres, se ponía de pie en medio del vagón y los contaba bien alto para que los oyeran todos los comensales. Hasta los camareros dejaban servir platos para oír los chistes del señor gordo, que eran tan graciosos, que la gente se pasaba varios minutos sin parar de reír. Al terminar la cena, el chef que había cumplido años salió de la cocina y todos le cantaron el cumpleaños feliz y le agradecieron la fantástica cena que les había regalado.
Con la barriga llena y una sonrisa de oreja a oreja, el señor del bigote se marchó a su vagón para descansar. Se acomodó en su sillón y al buscar la manera de reclinar el asiento, encontró varios botones que no sabía para lo que servían. En ese momento pasaba el revisor junto a él, así es que le preguntó.
"Son nuevas funcionalidades que se han incorporado hoy mismo a los asientos. Mire, éste botón sirve para estirar el asiento como si fuera una cama; éste otro para que el respaldo le de un masaje…" Al señor del bigote se le pusieron los ojos como platos. - "¿Un masaje? ¿Acaso se podía pedir algo más?".
Pulsando los botones acomodó su asiento de tal manera que parecía estar en su propia cama. Cogió la manta roja que le ofreció el revisor y dio al botón de masaje. Mientras cerraba los ojos y agradecía el viaje tan maravilloso que estaba haciendo, observó al señor gris acurrucado de manera incómoda en su asiento, con sus tapones para los oídos y el antifaz negro. Entonces se levantó, pidió otra manta al revisor y la puso sobre su compañero.
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