Había
una vez un pueblo aislado en lo alto de una montaña, que desde hacía muchos años era
conocido en toda la comarca como el pueblo más aburrido del mundo.
Sus
habitantes apenas salían a la calle y cuando lo hacían, mostraban siempre un semblante
tan serio que a cualquiera se le quitaban las ganas de hablar con ellos. El
único sonido que se oía en el pueblo era el mugido de alguna vaca o el rebuzno
de algún burro, pero incluso ellos parecían vivir intimidados por la seriedad
de sus dueños y enseguida se callaban.
Los
pocos niños que había en el pueblo, al salir de la escuela, se sentaban en las
puertas de sus casas, tristes y aburridos, con el único entretenimiento de
jugar con algún insecto o alguna lagartija que pasara por ahí, pero sin armar
mucho alboroto para no enfadar a los mayores.
Sin embargo, todo cambiaba cuando estaban en el colegio. En una única clase en la que se juntaban niños y niñas de entre cinco y quince años, la profesora les contaba historias
apasionantes y les enseñaba juegos muy divertidos. Era, con diferencia, el sitio preferido de todos ellos. A pesar de las diferencias de edad, todos se trataban con cariño y generosidad. Los mayores ayudaban a los pequeños y éstos, a cambio, siempre les hacían caso.
Un día, la maestra les propuso hacer un experimento: -Ayer
encontré un viejo libro de mi abuela – les explicó como introducción – en el que
había una receta muy curiosa. Se llama "Pasteles de pedos voladores"-.
Los
niños empezaron a reír, pensando que se trataba de uno de una de las ocurrencias de la profesora, pero ella continuó explicándoles: - Se
trata de un pastel hecho con moras rojas, hierbabuena y otros ingredientes, que el libro asegura que
es capaz de devolver la alegría a todo aquel que lo pruebe. Según dice el
libro, la receta fue creada por un mago que vivió en este mismo pueblo hace mucho
años y que estaba harto de que sus vecinos fueran tan aburridos-.
La clase quedó en silencio. Los niños y niñas escuchaban con atención. Un mago que había conseguido traer la alegría al pueblo... Parecía el comienzo de un cuento, pero ¿y si fuera cierto?.
La profesora siguió con su relato: - He investigado en la biblioteca y he descubierto un periódico de hace muchos años en el que se habla de una gran fiesta que se hizo en este mismo pueblo y a la que acudió gente de toda la comarca. Según la noticia, todo empezó con un concurso de pasteles -.
Todos la escuchaban ya con la boca abierta y aprovechó para lanzarles una propuesta: - ¿Qué os
parece si lo intentamos nosotros también? Prepararemos estos pasteles según la receta y se los daremos a probar a los vecinos
del pueblo con la excusa de celebrar un concurso de pasteles.
¡Siiiii! - respondieron todos al
unísono con tanto entusiasmo, que el gato Paco, que
dormitaba junto a la ventana, dio un respingo y de un bufido salió corriendo como alma que lleva el diablo.
- Será
una sorpresa, por lo que nadie más se puede enterar – Acordaron entre todos. - Desde mañana empezaremos a hacer los pasteles y la semana que viene, anunciaremos el concurso. Les haremos creer que quien gane, conseguirá un premio. Como todos querrán que ganen sus hijos, sobrinos o nietos, conseguiremos que todos los vecinos los prueben, y veremos si la receta
funciona -.
Así es
que al día siguiente, se pusieron manos a la obra. Desde primera hora, toda la
escuela salió al bosque para recolectar los ingredientes. Las moras rojas
fueron fáciles de encontrar porque las zarzas crecían por doquier junto a los
caminos. La hierbabuena la encontraron junto al arroyo, allá donde hubiera
árboles que taparan la luz del sol. El resto
de los ingredientes: la harina, los huevos, la mantequilla y el azúcar, los
fueron trayendo a escondidas de sus casas, ocultándolos en las mochilas o en los bolsillos para que sus padres no sospecharan.
Llegado
el día del concurso, todo estaba preparado. Los pasteles tenían muy buena
pinta, y hasta habían decorado el patio de la escuela con guirnaldas y dibujos de colores para
intentar crear un ambiente festivo que animara a los adultos a sumarse a la
fiesta.
Todos
los vecinos estaban allí, con sus caras grises y sus semblantes serios. No decían una palabra.
La
profesora subió al improvisado escenario y empezó a explicar las
normas del concurso, según las cuales, debían comer tantos pasteles como les apeteciera
sin saber qué niño los había hecho. Al final, tras las votaciones, se desvelaría quién había cocinado los pasteles ganadores.
Les hizo creer que quien ganara el
concurso obtendría un gran premio. Así es que, como el que más o el que menos,
tenía una hija o hijo, sobrina o sobrino, nieta o nieto entre los alumnos de la escuela, todos se
dispusieron a devorar los pasteles, esperando que fueran los del niño que
deseaban que ganase el concurso.
Los niños y niñas observaban detrás de la profesora, asombrados del empeño
de los adultos por acabar con los pasteles, que desaparecían de los platos a toda velocidad. No sabían si conseguirían el resultado mágico que prometía la receta, pero ver a sus padres y madres implicarse de aquella manera, ya parecía un milagro.
A los
pocos minutos ya no quedaban pasteles. Los platos vacíos se repartían desordenados sobre el grupo de pupitres que habían usado de mesa. Todos los vecinos habían comido, al
menos un bocado, y les habían gustado tanto que alguno no podía evitar chuparse
los dedos o pellizcar la última miga de algún plato.
Los
niños se miraban unos a otros expectantes, preguntándose por qué no pasaba nada. Habían
puesto toda su ilusión en el experimento, pero parecía que no iba a funcionar. La
profesora también empezaba a impacientarse mientras recibía las miradas, tan
serias como siempre, de sus vecinos, deseosos de saber si su hijo, sobrino o
nieto había ganado el concurso.
Entonces, de pronto, la señora Martina, que había sido la primera en probar los pasteles y se había comido por lo menos tres, se tiró un sonoro pedo y se elevó durante unos segundos como si fuera un globo hinchado de helio. Todos a su alrededor la miraron con desaprobación, sobre todo cuando le entró una risa nerviosa que no pudo contener hasta que sus pies volvieron a tocar el suelo.
Después
le pasó lo mismo a Don Javier, el más serio del pueblo.
Sólo había dado un bocado a un pastel para que nadie pudiera criticarle por no participar, y
apenas se elevó unos centímetros, pero dejó escapar una risilla que nadie le había
oído jamás.
Los adultos se miraban unos a otros, temerosos de ser los siguientes en dar tan bochornoso espectáculo. Algunos empezaron a marcharse a su casa, pero el efecto de los pasteles llegó con rapidez y en cuanto dieron unos pocos pasos, comenzaron a elevarse y, acto seguido, a partirse de risa.
Al cabo
de unos minutos, todos los adultos iban de un lado
para otro de la plaza, flotando como pompas de jabón, soltando pedos y riendo a carcajadas.
Cuando
vieron cómo se divertían los mayores, los niños y niñas se unieron a la fiesta. Ellos
no necesitaban comer pasteles para saltar y reír, les bastaba con ver felices a los mayores. Durante toda la tarde estuvieron bailando y jugando. Los pequeños se subían a caballito encima de sus padres y madres, esperando a que el próximo pedo les hiciera salir volando, o les empujaban cuando estaban flotando para intentar meterlos en la portería en una especie de extraño partido de balonmano. A cada minuto surgía un nuevo juego para aprovechar el estado gaseoso de los mayores, que no paraban de reír y aplaudían cada nueva ocurrencia.
El efecto de los pasteles había desaparecido al cabo de unas horas pero la alegría y los juegos se prolongaron hasta el anochecer. Los niños y niñas volvieron a sus hogares junto a sus mamás y papás, más felices que en ningún otro momento de sus vidas.
El efecto de los pasteles había desaparecido al cabo de unas horas pero la alegría y los juegos se prolongaron hasta el anochecer. Los niños y niñas volvieron a sus hogares junto a sus mamás y papás, más felices que en ningún otro momento de sus vidas.
La profesora permaneció en la plaza hasta que todos se marcharon. Tras la algarabía de la fiesta sólo quedaba el silencio y la emoción por haber hecho felices a todos sus vecinos.
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